El padre aquél

Entonces mi padre era más alto que yo. Lo sabía todo, lo podía todo. Algunas veces lo sabía más bien desde la distancia de cada día y había que esperar algunas noches estrelladas de verano para acumular las preguntas. Eran noches largas tras días fantásticos de amigos y bicicletas, de encinas conquistadas y piedras en el riachuelo, de piscina y mucho calor a las tres de la tarde -¡la digestión, la digestión!- de freír las pipas del melón y de Los Cinco y de yogur de chocolate helado. Días de estar atento a la camioneta del pan y salir al camino, lejos de casa, al caer la tarde para esperar al padre que volvía del trabajo. Entonces, la cena y los paseos, las preguntas. Pero era solo un mes al año y en realidad muy pocos años, entre la admiración devota y el desapego adolescente. Aquél padre.

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