Entonces mi padre era más alto que yo. Lo sabía todo, lo podía todo. Algunas veces lo sabía más bien desde la distancia de cada día y había que esperar algunas noches estrelladas de verano para acumular las preguntas. Eran noches largas tras días fantásticos de amigos y bicicletas, de encinas conquistadas y piedras en el riachuelo, de piscina y mucho calor a las tres de la tarde -¡la digestión, la digestión!- de freír las pipas del melón y de Los Cinco y de yogur de chocolate helado. Días de estar atento a la camioneta del pan y salir al camino, lejos de casa, al caer la tarde para esperar al padre que volvía del trabajo. Entonces, la cena y los paseos, las preguntas. Pero era solo un mes al año y en realidad muy pocos años, entre la admiración devota y el desapego adolescente. Aquél padre.
El resto del año las mañanas de los domingos, sol y frío, también servían para mostrar quién era dios. Y sus manos, siempre calientes y secas por mucho frío que hiciera. Las manos de mi padre en la calle Diego de León, camino al kiosco y después de comprar churros, eran el territorio más seguro del mundo.
Planetas y estrellas, velocidades, objetos, colores, números, frases, historias… todo estaba ahí, a una pregunta de distancia. Y adivinanzas. “¿Por qué me cae viene ese señor?” Era uno más, con abrigo negro y gafas, uno de los que salía del kiosco, que ya había comprada el pan, con una cara normal, anodina. Y por alguna razón que no acertábamos, le caía bien a mi padre. No le conocía, no sabía quién era, nunca habían hablado. Pero le caía bien.
La bufanda picaba un poco en la barbilla, que era el único sitio al que llegaba porque el horrible jersey de cuello alto, regalo de una hermana de aquél padre, una horrible y besucona tía hacendosa, iguales para los tres hermanos, de punto grueso y apretado, lo tapaba todo. Ser el tercero de los chicos me permitía disfrutar de las tres generaciones de jerséis con el tono marronuzco de la lana cada vez más desvaído pero firme en su tonalidad verdecacosa.
Arreglaba mi escuálida figura el que mi madre, animada por una revista alemana, hubiera decidido profundizar en el manejo de patrones de costura y me hiciera pantalones bombachos 60 años después de que hubieran dejado de estar de moda. Las manos calientes y secas de mi padre eran un territorio seguro, tan seguro que no veía las miradas de conmiseración de los transeúntes al cruzarse conmigo. Tan seguro que iba feliz agarrado a ellas, con el jersey horrible y los bombachos, tratando de saber por qué aquél señor le caía bien.
Tantos años después sólo me queda de aquél padre el calor seco de sus manos y la adivinanza del señor que le caía bien, esos pocos años de mañanas frías de domingo y noches largas de verano, de estrellas y preguntas. Al poco tiempo, como siempre ocurre, nos cambiaron de padre otra vez -este era el tercero- y luego varias veces más, aunque ninguno tenía esas manos secas y calientes, ninguno tenía todas las respuestas. A mi madre le gustaban esos cambios obligatorios y, aunque nunca lo hablé con ella, me gusta pensar que aquél padre periodista de las manos calientes y secas también fue su favorito. El de la adivinanza que, por fin, resolví.
(Para Carmen, mi hija.)